jueves, 6 de octubre de 2011

De la policromía al monotema

Nico Munuera

Galería La Caja Negra
Calle Fernando VI 17, 2º izquierda

Galería Max Estrella
Calle Santo Tomé 6, patio

Por: Jesús Gómez Rubio

Todo artista plasma su pensamiento, su creatividad y sobre todo su sentimiento ante el lienzo, el papel, o cualquier lugar, ya que todo puede ser y dejar de ser arte, según el ojo del observador.

Este hecho curioso, no ocurre con este artista, Nico Munuera, en donde su creatividad es tan vana, como su originalidad, creando cuadros en donde la policromía se hace tan plausible como es el aburrimiento ante los ojos atónitos de un desconcertado público que observa la obra sin hallar una emoción latente, salvo cuando por la curiosidad más primaria del hombre, pregunta cuánto cuesta un trozo de tela, pintado de diferentes formas, y que tan alto precio alcanza para ser tan aburrido.

La obra expuesta por este artista, parece ser un intento de fundir todo en uno, tanto las banderas de los países, como los paisajes nevados, aunque ante un incauto espectador no son más que pinceladas de un pobre y triste “artista” que mata el tiempo y al cual, solo por el hecho de exponer en una galería, es considerado como un verdadero artista contemporáneo.
Ambas galerías presentan un mismo tono en los colores tan cansados que se superponen como veladuras en cada una de las “obras” de Munuera, dejando ver su capacidad técnica para hacer una gama cromática, pero no para enseñarnos lo que es en realidad el cambio.

Cabe destacar si acaso, la abstracción de cada individuo al observar los tres grandes cuadros individuales pero que se presentan de manera contigua en una misma pared, de donde parece que vemos un paisaje montañoso, con la silueta de montañas y un valle en el cual nada algún que otro pez y las aves vuelan libres ante el firmamento níveo que es el fondo en el que residen esas manchas que nos asemejan a dicha fauna.

Tal vez por todas estas cosas, y tantas otras que ni las palabras pueden llegar a clasificar o catalogar, hallamos ambas exposiciones en rincones algo aislados. La primera de ellas, Ribbons, en donde preside la raya, y su máximo exponente es la variación del color sobre la tela y la luz que aporta el edificio al atardecer, haciéndolo algo más ameno ante los ojos cansados y hastiados de ver lo mismo aunque solo dure cinco minutos su visita.

Por el contrario, la otra exposición, My Ross Island, los cuadros no son algo más preciosos y vistosos que los ya citados, pero es cierto, que el lugar, algo más escondido, le otorga un halo de misterio e incertidumbre en donde parece que guían al espectador ante una nueva perspectiva del arte, haciendo algo idílico ese recorrido por el callejón hasta toparse con los níveos muros y las manchas alegóricas de los pinceles para hacer algo de la nada, aunque la nada sea lo que por último resida en la idea del visitante.

No puedo cerrar esta crítica sin antes citar esta frase “in illo tempore” cuando el arte, era arte, y ahora, no son más que palabras pomposas y engalanadas.

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