lunes, 3 de octubre de 2011

Por amor al arte

“My Ross Island”. “Ribbons”. Nico Munuera.                 
Galería  Max Estrella.                                                         C/Santo Tomé 6.                                                                     Galería La Caja Negra.                                                      C/Fernando VI  17, 2º izquierda.                                   

Por: Amanda Valdés Sánchez

“El polo Sur es un lugar solitario. En todas direcciones se dilata un escenario de absoluta desolación, una extensión plana de hielo y nieve barrida por los vientos, cegadoramente blanca bajo el claro verano del Ártico, envuelta en sombra impenetrable durante la larga noche antártica. Repelente. Inhóspita. Y desafiante” desde este paisaje descrito por Road Admunsen, uno de los primeros exploradores que llegaron al Polo Sur, Nico Munuera ha desarrollado su exposición  “My Ross Island”. Inspirado por un lugar que despierta el más intenso sentimiento de lo sublime de la filosofía de Schopenhauer, Munuera ha realizado una serie donde despliega un sentido profundamente lúdico de la pintura, con obras muy decorativas, a través de las cuales realiza una inocente exploración de la expresión romántica de lo sublime a través del paisaje. No obstante esta colección nos desvela un redescubrimiento propio de su obra a través de la experiencia polar y una mutación de su pintura caracterizada por un nuevo uso del color y de la dimensión compositiva. El resultado es deleitante para los sentidos, ofreciendo al espectador esta calma y plenitud que ofrece el contacto con la belleza ya sea de la obra de arte o del paisaje a la que esta remite.
En relación con esta exposición se muestra simultáneamente en la galería La Caja Negra, “Ribbons”. Esta serie, heredera de la obra de Rothko o Newman, realiza una revisión un tanto más acertada del sentimiento de lo sublime. A través de una abstracción profundamente colorista, Munuera se aleja de la ornamentación y consigue ahondar en ese espacio infinito, libre y vacío, digno de transportarnos a los más intensos sentimientos del pensamiento humano. Gracias sobre todo a las obras seriadas Munuera alcanza una dimensión un tanto más espiritual, que nos absorbe en el acto de la contemplación en una experiencia mixta entre la atracción de la belleza y la mística de lo sublime. En este ritual de inmersión en la obra contemplada, la presencia de lo divino, que pretendía transmitir la pintura de lo sublime romántica, se convierte en la certeza de la existencia de un poder diferente que se desprende de la obra de arte, la rotunda presencia de la pintura abstracta, que encarna esa comunión del espíritu ante la obra divina, reinterpretada para la nueva religión: el arte.
Sin embargo, ambas exposiciones muestran la obra de un artista que se encuentra en el acto de la creación, que explora incesantemente la potencia de la pintura, más allá de trasfondos espiritualistas o grandes reflexiones filosóficas o artísticas. Su obra posee el fin último de su existencia, cada pincelada encuentra en sí misma la razón de ser, porque encarna el placer mismo del creador y el goce reciproco del espectador ante tal acto de onanismo.  Prueba de ello es la producción compulsiva de Munuera y sus evidentes ansias expositivas. Munuera se descubre no como un gran genio estandarte de nuevos movimientos dentro de la historia contemporánea del arte, sino como un amante insaciable del arte por el arte.




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