domingo, 25 de septiembre de 2011

Avelino Sala: Analgésico social

"Blockhouse. Sobre la construcción de un espacio de resistencia en tiempos de indolencia."

Avelino Sala. Galería Raquel Ponce. C/Alameda 5

Aitana Yusta

Se nos ha invitado a deleitarnos ante un espectáculo algo pretencioso, pueril y decididamente aséptico. “¡Pasen y véanme! Préstenme atención, giren sus cabezas, escandalícense, pues soy un genuino homo sapiens, un artista y mi valiosa opinión rezuma de estas paredes blancas” exclaman los dos retratos a lápiz, que conviven en la sala con unas insulsas pintadas de aspiraciones rebeldes.

Nos topamos con la figura del hombre enmascarado. El héroe que con un chándal y una pose desafiante se encara ante los retratos de sus enemigos. Un solo hombre, para que represente al humano, al trabajador, al pobre, al joven y al explotado. Una triste figura pequeña e inmóvil, para que los represente.
Y sus enemigos, son sólo dibujos. Son papeles en blanco y negro en una pared que consiguen captar totalmente su atención. Y así el pequeño hombre, el Pulgarcito revolucionario, da la espalda al mundo y al problema, se ensimisma en su cima de libros negros, breados e inalcanzables, y decide juzgar a esas pesadillas amenazadoras que tiene enfrente como los villanos del juego, mientras los artífices reales de su desgracia zumban libremente.
Son esos mismos libros negros los que forman una pequeña barricada maternal entre el latinajo y el espectador, como dándonos a entender que sin pasar por esa barrera no llegaremos a las sublimes y arcaicas palabras, preñadas de conocimiento.

Hallamos también unas monstruosas grúas, unos gigantes mecanizados, oscuras siluetas que cuentan, eso sí, con una puesta de sol de artificiales colores como fondo. Esta imagen se repetirá en la exposición, pero nunca con el hombre en ella. El individualista magnífico que se nos vende no posa con sus máquinas.

Nuestro protagonista reaparece, encarnado en diferentes cuerpos pero siempre como personaje aislado, que se basta por sí mismo, que lucha en solitario, que es fuerte en su unidad. Se le presenta cometiendo actos vandálicos, en la explosión de una rabia personal e intransferible, como un icono de la furia.
Le encontramos quemando neumáticos, repitiendo una pose de presuntuosa fuerza y se le llega a pintar parado sobre un imperceptible paso de cebra, único referente a su entorno de bestia urbanita. Él comparte el espacio con suaves acuarelas que nos enseñan una ristra de imágenes inconexas, desde un medio de comunicación burgués e intoxicado, pasando por un refrescante motivo vegetal, hasta una especie de bodegón metálico.

Vemos así la lucha de los astilleros gijoneses a través de un tranquilizador medio: El arte. Desde una cómoda galería céntrica nos imbuimos de lástima y nos hinchamos de empatía. Regresemos pues a nuestras casas, con la conciencia tranquila del que sabe que ha asistido a la expresión de un grito de resistencia, del que ha oído refunfuñar a un original creador de obras incómodas, violentas, irreverentes. Un creador de crítica social.
Tranquilicémonos, pues nuestra parte del trabajo concluye aquí, no tenemos más papel en esta surrealista función que el de airarnos por la terrible situación de otros.
Esta exposición ha de ser, pues, el mejor de los revulsivos contra la culpa.


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