miércoles, 28 de septiembre de 2011

Spaghetti Foto

Gregory Crewdson

Sanctuary, Galería La Fábrica
C/ Alameda 9, Madrid

Aitana Yusta

Hemos tenido la valentía de adentrarnos en el Sancta Sanctorum del Séptimo Arte. El jardín del vecino huraño y desconocido. Crewdson (Brooklyn, 1962) consigue hacernos creer que somos unos indeseables intrusos en la memoria de estas imágenes, que narran y ocultan historias.
Se aleja del toque de surrealismo que perfumaba algunos de sus trabajos anteriores y se acerca a una creación que recuerda fuertemente a los trabajos neorrealistas de Felini o Visconti, enseñándonos un recuerdo de devastación.

Puede parecernos que todas las obras sean una gran y siniestra mafia. Son elegantemente silenciosas, misteriosas y poseen un aire que da claramente a entender que hay mucho más de lo que se ve, escondido, y que quizás no sea buena idea investigar acerca de ello.
Todas y cada una de ellas exudan la relajación de un lugar que ha vivido el clímax, que ha respirado el gélido y dulce aire de la cumbre, que ha dejado morir parte de su esplendor bajo bombardeos nazis y ha resurgido, y que ahora yace dignamente, agonizante y descolorido frente al objetivo.

Sin perderle del todo el miedo, vamos paseando nerviosamente la mirada por escenarios fantasmagóricos que, intuimos, estuvieron alguna vez ocupando todo estos lugares desolados, a medio hacer y ya acabados. Nos envolvemos en una rancia y asfixiante atmósfera de pérdida. Somos conscientes de nuestra impotencia y surge en algunos el irrefrenable deseo de sentir nostalgia por todo lo que falta. La serie se arrastra ante nuestro escrutinio como un Rocinante desgastado, con aires de una grandeza olvidada por todos menos por él mismo.

Sin saber exactamente cómo ocurre, tratamos con ligera desesperación de rellenar el vacío que se nos propone. Y coloreamos imágenes fantasiosas, semejantes de manera inevitable, a los escenarios de algún filme maravilloso de Leone.
Pero el fotógrafo no es para nada complaciente. No se nos hace los protagonistas de la trama. Ni los villanos. Ni los secundarios. Simplemente se nos deja echar una ojeada desde detrás del visor de su cámara, como los polizontes que somos en esta travesía a través de la ajada realidad del Cinecittà.

Encontramos ora una puerta perfectamente sólida, ora un arco que ocupa el centro absoluto de la composición. O unas llamativas escaleras que no conducen a ninguna parte, o una casa solitariamente aislada. Una invitación suntuosa a entrar y fascinarnos con la decadencia.
Y encontramos asimismo la indomable naturaleza engullendo los adoquines. El agua reposando en calma bajo cualquier construcción, los árboles flanqueando nuestro campo de visión. Un collage de falsa ciudad de sólida piedra e ilusorio verde realista y hambriento.

Estando en silencio oímos los gritos y las palabras de antes, y estando muerto, vemos el barullo vivaz en la multitud. Nos forzamos a ello ante un espectáculo falto de elementos, pero lleno de callada inspiración. Tenemos la foto vacía y las sienes llenas.

Afrontamos derrotados que estamos solos en un escenario abandonado, y que nadie está seguro de tener permiso para alzar la voz. Todos guardan un respetuoso silencio mortuorio en este santuario.

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